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Cuando Leo al fin se dio cuenta de que el final estaba escrito por todos lados...

se puso a recordar su adolescencia. Y aún más atrás, tan atrás que evocó sensaciones que sabía eran anteriores a su nacimiento; todo lo llevaba a la Luna. En el horizonte desierto de la Tierra, vio la mueca sonriente de su amada, de la impresión, casi se fue de espaldas. Parecía como si varios rostros lo miraran desde su profunda oscuridad, pero era su propio reflejo frente al polvoriento y galáctico cristal. Evolucionó hasta soportar todas las pruebas a las que puede estar sometido un organismo humano, su cadavérico marasmo detonaba una nueva entropía. Leo era, quizás, el único sobreviviente de la Tierra, y no sintió pena, desde hace mucho el sentimiento de tragedia había desaparecido. Y junto con la tragedia, muchas cosas terrenales se fueron extinguiendo, al principio, parecían solo recuerdos, pero no quedaron ni conceptos. En aquel letargo, hubo seres tan egoístas que justificaron sus abusivos actos lucrando con efímeras y complacientes ideas de felicidad y libertad. Regidos por fuerzas superiores, donde la humanidad podría ser apenas un buen personaje, como en ese sueño donde Leo creía estarse narrando.

El magnetismo lunar transportó a Leo dentro de un poderoso ensueño y cansado de su atribulado reflejo, buscó cobijo en sus recuerdos. No estaba despierto ni dormido, pero en el tiempo del pensamiento su vida duraba el triple, que es el tiempo del recuerdo. O sea, la vida ya vivida, la vida que se forma al recordar y la vida que se nos pasa cuando recordamos. De ese tiempo nace esta historia, en un fin de semana, en un lugar como cualquier otro, cerca del fin del mundo. Donde Leo dormía a la sombra de un árbol pegado a un panteón, hasta que unos aullidos lo despertaron del melancólico sueño. Después de visitar la tumba de sus padres y al salir adormilado, encontró entre la maleza un antiguo libro de tiempos míticos. “Ut supra est infra”, fue lo único que alcanzó a leer antes de caer adormilado en una larga cadena de sueños premonitorios. Cuando despertamos de un sueño tan vivido donde hemos muerto, ¿qué certeza se tiene de no seguir en otro sueño más largo? ¿Qué certeza se tiene de la realidad, sí como en los sueños, llegamos a un final conservando solo ese sentimiento de arrebato? De grandes paraísos somos desterrados a diario, y para colmo los deseos más reprimidos se siguen fugando al despertar de los sueños. Leo fue invadido por una terrible nostalgia al despertar, lo que soñó le pareció más sentido qué añorar a sus padres desaparecidos. Si no fuera por el desorden en el que se alternan los sueños entre ellos, habría sido difícil distinguirlos de su realidad. Leo no lograba despertar, se mantenía adormilado sosteniendo un libro que hablaba de los sueños, y mientras soñaba se veía en realidad. Sin ningún signo de algo que le importara, sin sentimiento de amor o deseo; soñaba que leía y leía que estaba soñando. Entre el impulso autómata de querer despertar, reconoció que preocuparse por la continuidad era lo más certero para salir de este trance. Calculó unos sesenta y cuatro sueños dentro de un sueño, que eran olvidados tan pronto lograba verse autónomo a ellos para despertar. Los detalles imprecisos de cada sueño se mezclaban con las sensaciones que cada uno de estos provocaba, solo quedaban marcados por emociones. E igual que en los recuerdos, estas emociones se mezclaban dentro de una marea convulsa de signos, donde sobrevivían las más constantes. Ya no las más intensas o sentidas, sino las que, en orden de importancia tenían mayor relación con el conjunto de arquetipos. Como el intenso miedo a que entidades superiores lo contuvieran en una lógica plana sin posibilidad de salvar los capítulos de amor. Cautivo de sus sueños, hizo lo posible para despertar, olvidándose de todo, sin más explicación que el antiguo libro entre sus manos. Su dedo apuntaba al tercer párrafo de orden veintidosavo que hablaba del alimento, oxígeno y descanso como necesidades indispensables para vivir.

Al creer despertar, el tedio se confundió con la incomodidad de existir, como si la vigilia me arrebatara lo construido en sueños. Percibí una voz narrándome a través de los sutiles movimientos y sonidos que me rodeaban, y sin embargo yo pensaba en Jessamyn. Con ella miraba las estrellas, no para envolvernos en un halo romántico y cursi, tampoco para ubicarlas; las mirábamos solo para perdernos. Por eso fue un misterio que, al salir del trance provocado por el libro, ella estuviera junto a mí, custodiando mis sueños. Se acercó a mi oído y tarareó una canción que deseaba recordar, era nueva, pero sentía como si saliera de mis sueños. Luego, preguntó sobre el maltratado libro, ya sin título, que tenía entre mis manos, que parecía ser más un libro de poesía. Tomó el libro como si fuera la antigua dueña y leyó como si fuera un poderoso conjuro: “todo aquí es una ficción”. «Sé que piensas en el fin del mundo cada que me besas, pero ya ningún fin me importa si pierdo tu sonrisa». Su boca se quedó temblando en un largo silencio, parecía como si aquel libro revelara sus más íntimos, proféticos e inacabados secretos. Me miró hasta que pude adivinar su paranoia, quedé intrigado, ¿cómo podía su boca invocar el fin del mundo con solo moverse? Vi sus labios alejándose con cada palabra, entre esa leve y abismal distancia que hay entre dos bocas, escapando una de otra. La mía, callada, pidiendo auxilio para regresar a este planeta; la de ella, sensual, infinita, estallando en una nerviosa verborrea de pudor.

–Creí que era la única que besaba pensando en el fin del mundo.

–¿Eso te pone triste? –pregunté.

–¡No! Es como si ese libro estuviera narrando mi vida. Como un libro que te lee, en vez de que tú lo leas ¿Cómo diste con el libro? Mejor dicho, ¿cómo el libro dio contigo?

–Lo encontré tirado afuera del panteón. Al comenzar con el relato de un hombre en la luna, caí en un extraño sueño, desperté porque parecía que desde el sueño me cantabas.

–En fin. ¿Aliviado de seguir vivo? –preguntó Jessamyn como si le pesara otra muerte.

–Sin duda, siento un alivio, pero también una tristeza de haber despertado. –Jessamyn no dejaba de verme.

–¿Pero a ti que te pasa? ¿Por qué me miras así? Pareciera que soñaras despierta.

–Soñar o no soñar, ya no puedes distinguir. El sentimiento de destierro es el mismo; los sueños están sobrevalorados.

–La otra vez dijiste eso mismo del sexo.

–Son la misma cosa, vienen del Edén.

Mis ojos estaban fuera de órbita deseando regresar al mundo, pero ¿cuál mundo? si ella estaba en todos, como una estrella fugaz. Con la sensación repetitiva e intermitente de estar muy lejos de la Tierra, donde una sucia mosca contaminaba la atmósfera recién creada. Era como la sensación de mis olvidados deseos uniéndose en dos realidades, se sentía igual que la fugaz ilusión de un beso. Comencé a hojear el libro mientras ella hablaba, volvía al ensueño, parecía un laberinto del que solo se sale yendo más adentro. Tan adentro que todos los sonidos resonaban entre el sueño y la vigilia, para percibir una mezcla de voces, ecos y silencios. Primero, fue el zumbido de una mosca que aplasté al detenerse en la escotilla, luego una melancolía tan grande como los océanos. Allende, la misma visión de la Tierra suspirando entre cenizas, como ocultas señales de humo guardando un poco de vida. La pequeña mancha de sangre de la mosca contaminaba la visión paralela, donde Jessamyn sonreía; sus labios me hacían volver por momentos. Su dulce voz, tan suave como el viento, me dejaba flotando en ambas realidades, comparable cuando uno se despide del ser amado. Regresé de mis laberínticas visiones cuando vi a Jessamyn alejarse dentro del panteón para robar flores y dejarlas en sitios ya abandonados.

–Todavía no te mueres y ya te estás poniendo flores –le dije a Jessamyn.

–No son para mí, sino para el siguiente que muera.

–Vaya consideración por los extraños a los que quieres ver ya muertos.

–Todos, incluso tú Leo, merecen consideración, aunque sea en el final.

–Eso no lo dirías si no tuvieras una deuda con alguien. Seguro que, si muriera un ser querido al que ya le has dado todo, no estarías pensando en robarte las flores de otras tumbas.

–¿Te refieres al amor de mi vida?

–Por ponerlo de una forma cursi, sí.

–Si existiera algo así como el amor o el amor de mi vida nos estaríamos volcando en un hoyo negro, ¿no crees?

–¿No es el amor un hoyo negro?

–Tú qué vas a saber, estás tonto –dijo con el tono más dulce.

–Ahora mismo, no sé nada. Mis padres siguen muertos. Simplemente, me pregunto si mis padres muertos seguirán alimentando a las lombrices, porque no entiendo cómo también alimentan mi melancolía. Pareciera que todo es un sueño.

–Sales de un sueño y entras a otro, así, hasta que te quedas en uno por mucho tiempo. Vas creyendo que todo tiene sentido y comienzas a llamarlo realidad. Pero luego, te despiertas y se te olvida. Así, una y otra vez, esto nunca acaba. Hay personas que creen que sí, que al morir ya no sigue nada, pero lo dicen vivos, eso no tiene sentido. Todo el tiempo es carpe diem.

–¿Qué dices?

–Que nuestra existencia no tiene sentido.

–No, lo otro, carpe diem, ¿es latín?

–Supongo que sí.

–Lo primero que leí en el libro antes de dormir, fue latín, hablaba sobre los mundos.

–¿Qué te gustaría hacer…–me preguntó, haciendo una provocadora pausa– antes de morir? –Jessamyn parecía esconder algo, como si quisiera seducirme o quisiera matarme, o quizás ambas. De cualquier modo, me arrastró un impulso desconocido. Esperando mi respuesta, su silencio fue largo y contemplativo, hasta que insistió– ¡Responde!

–¿Puedo escribirte una novela? Quizás parezca absurdo, pero quiero escribírtela –dije con repentina seguridad.

–Ok, pero contesta. ¿Qué te gustaría hacer antes de morir?

–Pues eso, escribirte una larga historia.

–Ya en serio.

–Lo digo en serio, bueno, quiero olvidarme de la muerte, que, para el caso, es lo mismo.

–¿Si te olvidaras de morir, le seguirías teniendo miedo al amor? –no contesté, ambos nos quedamos en silencio mirando la colina que daba a la última sección del panteón. En ese momento, me di cuenta de que estaba deseando a la novia de mi único y mejor amigo, Otto Adrián, un narquillo que se obsesionó con el dinero, rumoraban las malas lenguas.

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"Estamos tan obsesionados con la imagen, que nos olvidamos del poder de las palabras"